Un científico (bioquímico y profesor universitario emérito) nos ofrece su visión sobre la esencia de la vida y el mundo después del Big Bang.
Hace dos mil años aún tratábamos de explicar la existencia de Dios a través de la ciencia y con ello el sentido de la vida humana. Hace cuatro siglos y medio considerábamos que la Tierra era el centro del universo. Hace doscientos años muchas personas creían que la naturaleza, y junto con ella la humanidad, tendían al objetivo de la máxima perfección.
Se consideraba que todo aquello era la prueba de la mano creadora de Dios, que nos había escogido a nosotros, los seres humanos, como la corona de la creación (enlace en alemán). Las raíces de la fe y de la religión son, no obstante, aún más profundas.
Hoy en día queda poco de todo aquello. Hemos reconocido que nunca lograremos demostrar científicamente la existencia de Dios, a pesar de que algunas de las personas intelectualmente más privilegiadas de la Historia así lo han intentado. Los astrónomos del Renacimiento demostraron que nuestro planeta es tan sólo un objeto astronómico sin importancia entre otros miles de millones.
El desarrollo de la vida dejó de ser la prueba de la existencia de un reino de Dios que concedía finalidad y sentido a la evolución biológica.
Hace aproximadamente unos 80 años, los astrónomos concluyeron que nuestro universo surgió unos 14.000 millones de años atrás, a partir de la explosión de un punto de energía infinitamente pequeño, lo que se denomina el Big Bang, y que se encuentra en continua expansión. Este descubrimiento confirmó definitivamente la tesis que sostiene que el destino del mundo está determinado por las inexorables leyes de la física y de la química. Véase en este sentido los conceptos de holismo y organicismo (enlace en inglés).
Esta nueva imagen del mundo (enlace en alemán) degradó al ser humano a un minúsculo e inestable pedazo de materia en un universo químico primitivo. Daba la impresión de que las ciencias naturales nos habían arrebatado nuestra dignidad y nuestros sueños, y a cambio solamente nos habían dejado los hechos. No obstante, las ciencias naturales nos obsequiaron con nuevos sueños de una belleza y de un dramatismo extraordinarios. |
Nada ha desvelado mejor la unicidad y la dignidad de cada uno de los seres humanos que la biología moderna.
La imagen del mundo del siglo XXI desde el punto de vista de las ciencias naturales nos muestra un universo repleto de incógnitas, en el que la materia con vida representa una excepción increíble y valiosa. Véase igualmente el concepto ciencias de la vida.
Sin embargo, las mezclamos con mucha frecuencia y esta es nuestra maldición. Véase también el desarrollo del yo (enlace en inglés) y la psicología del desarrollo.
El sentido de la vida que uno escoge personalmente, incluso el que se inspira en las creencias religiosas, no debería contradecir los conocimientos de las ciencias naturales (existencia de Dios). Quien se sienta como la única corona de la creación (enlace en alemán) y crea que puede actuar a su antojo con el resto de los seres vivos no da un sentido a su vida sino un sinsentido. Al igual que sucede con quienes adaptan sus pensamientos y sus acciones en función de su horóscopo. Véase en este sentido el efecto Forer.
Nuestro universo surgió hace 14'000 millones de años de una explosión inconcebiblemente potente a partir de un punto de energía minúsculo. Fue una explosión de energía electromagnética, es decir, de luz. El universo comenzó su expansión y con ella una parte de la energía de la luz se condensó en materia. La materia se fue enfriando paulatinamente y dio lugar a la formación de átomos. Se trataba de átomos de hidrógeno, los átomos más simples y pequeños. Debido a la creciente conversión de la luz en materia, el universo se oscureció.
La acumulación de nubes gigantescas de hidrógeno, bajo la presión de su propia fuerza gravitatoria, produjo un calentamiento tan extremo que los átomos de hidrógeno comenzaron a fusionarse como enormes bombas atómicas de hidrógeno y a liberar ingentes volúmenes de energía. Se acababa de encender el fuego nuclear de las estrellas que volvieron a obsequiar con luz al universo. Los primeros soles brillaron hasta el agotamiento de sus combustibles nucleares. Véase al respecto la formación estelar y las galaxias.
Tras su extinción, algunas lanzaron sus cenizas hacia el cosmos, otras explotaron y fraguaron átomos pesados, como cobre, oro y uranio, unos elementos que no existían con anterioridad. Las cenizas de las estrellas se densificaron a su vez y formaron nubes que, en su proceso de calentamiento, originaron de nuevo el fuego nuclear.
Nuestro sol es una de aquellas estrellas de generación tardía. Durante su formación a partir de una nube de gases, hace aproximadamente 4'500 millones de años, perdió sus capas exteriores dando lugar a los planetas, entre ellos nuestra Tierra.
En sus orígenes, la Tierra era, como todos los planetas de nuestro sistema solar, una esfera incandescente. Cuando se enfrió lo suficientemente como para que fuese posible la formación de una corteza sólida en su superficie, un enorme meteoro, o un planeta perdido, colisionó con la Tierra convirtiéndola de nuevo en una bola de fuego líquido y generando en el impacto la actual Luna.
Fueron precisos unos 100 millones de años para que regresara la calma a este planeta maltratado y surgiera la vida.
Nunca sabremos con total seguridad cómo llegó a originarse. La vida terrestre pudo surgir, como sucedió parcialmente con el agua, a partir de cometas, asteroides (protoplanetas) y objetos transneptunianos que contenían grandes volúmenes de agua. También es posible que se generara en el interior caliente de los cráteres de impacto o de los volcanes que sirvieron de retortas químicas para la naturaleza.
En estas retortas se formaron muchas de las complejas moléculas características de las células con vida (véase ser vivo): los aminoácidos, que son los elementos constitutivos de nuestras proteínas; los lípidos, con los que se forman las membranas celulares; así como los cuatro componentes básicos del ADN, nuestra esencia genética, a los que me referiré a continuación.
Las moléculas formaron compuestos cada vez más complejos hasta que finalmente uno de ellos logró reproducirse, registrar su composición y su funcionamiento en los genes, y desarrollarse hacia nuevas formas de vida más avanzadas. Una generación espontánea de vida es algo infinitamente improbable, pero como la naturaleza dispuso de cientos de millones de años para realizar infinitos intentos, al final hizo posible que la vida surgiera.
Solamente fue necesario un único ensayo con éxito entre miles y miles de millones de experimentos para encender la chispa de la vida. Nosotros, los seres humanos, representamos tan sólo una pequeña y tardía rama de este milagroso árbol de la vida.
¿Indica esto la insignificancia de los seres humanos? ¡De ningún modo!
La complejidad de un objeto define la medida del volumen de información que se necesita para describirlo de un modo completo.
Si tuviese que describir la composición de un mineral simple desde un punto de vista químico me bastaría probablemente una página. Si tuviese que hacerlo de un ser humano -en el caso de que esto me fuese posible- necesitaría un espacio multiplicado por millones. El enorme volumen de información que se precisa para describir el cuerpo de un ser humano se encuentra escrito en el material genético, en el denominado ADN.
Posiblemente sepa usted que el ADN está formado por macromoléculas en forma de hebras, en el que cuatro compuestos químicos en un orden siempre cambiante se ensartan como perlas en un collar. Estos cuatro componentes, conocidos por sus cuatro iniciales, se estructuran en un orden que se convierte en una escritura química. La escritura indica qué proteínas debe sintetizar nuestro cuerpo y en qué momento, así como dónde debe depositarlas.
Si pudiésemos unir todas las hebras de ADN de todas las personas vivas en un único hilo, este sería veinte veces más largo que la distancia existente entre la Tierra y la Luna.
Nosotros, los seres humanos, pertenecemos a la alta y exclusiva aristocracia de la materia más compleja, que no sólo percibe y reflexiona sobre lo que le rodea, sino que además es capaz de pensar sobre sí misma.
Pero ¿en qué medida somos independientes en nuestro modo de pensar? ¿Cómo de amplia es nuestra autonomía? Hasta fechas recientes se pensaba que cada uno de nosotros no éramos más que máquinas bioquímicas dirigidas rigurosamente por los genes. Esto implicaría que los genes heredados de nuestros padres (en realidad, de nuestros ancestros) determinan nuestra forma de actuar y de pensar desde el nacimiento hasta la muerte. Se trata de una idea opresora que nos niega el libre albedrío y la responsabilidad ética.
Los cambios que se producen en nuestra herencia genética a lo largo de la vida se denominan cambios “epigenéticos”.
Deje que le explique la diferencia entre una mutación y una modificación epigenética mediante un ejemplo.
Si utilizamos para las cuatro letras correspondientes a los genes, las cuatro letras de nuestro alfabeto A, B, C y H, y las combinamos con sentido, obtenemos la palabra “bach” (que en alemán significa arroyo). Una mutación puede colocarlas en un orden sin sentido como, por ejemplo, “bbch” o “aach”. Una modificación epigenética convertiría la palabra “bach” en “bäch”, es decir, la letra A no se elimina ni se mueve de lugar sino que transforma en una Ä (una vocal modificada utilizada en el alfabeto alemán).
Cuando esto mismo sucede con la información hereditaria contenida en un óvulo o en un espermatozoide, las modificaciones epigenéticas pueden transmitirse a las generaciones posteriores.
El triunfo de la teoría de la evolución de Charles Darwin, que se asienta sobre la variación accidental y la selección determinista, relegó las ideas de Lamarck durante mucho tiempo a un segundo plano. Hoy sabemos que ambos científicos tenían razón. Pero la naturaleza no se preocupa en absoluto por las teorías de los sabios, sino que aprovecha cada una de las vías posibles para lograr que los seres vivos se adapten a su entorno.
Un ratón al que se aplica una pequeña descarga eléctrica reacciona con un sobresalto. Si junto con la descarga, el ratón huele un determinado aroma, también se sobresalta. Tras una serie de repeticiones, el ratón reaccionará simplemente ante la sustancia aromática y transmitirá su reacción de temor a sus descendientes que nunca han olido dicho aroma ni han soportado ninguna descarga eléctrica.
Véase en este sentido el comportamiento de evitación. La reacción de temor también la heredan las crías de madres portadoras o las crías obtenidas mediante fecundación in vitro. Se trata de una transmisión hereditaria epigenética que modifica los genes responsables del reconocimiento de los olores. |
Por lo tanto, el miedo adquirido frente a una determinada sustancia aromática es hereditario, y lo es con tanta eficacia que no puede tratarse de una mutación clásica porque estas se producen muy rara vez. No obstante, el material genético (ADN) sí participa en este proceso porque los genes que se modifican epigenéticamente y que transmiten las reacciones de temor son los encargados del reconocimiento de los olores.
A pesar de que estos descubrimientos sólo se han comprobado en animales, es muy probable que sean relevantes también para los seres humanos. Existen muchos indicadores que señalan que la desnutrición (hambre) y otros estados perjudiciales que afectan a los progenitores pueden influenciar el comportamiento y la salud física de los hijos y nietos. Incluso cuando los descendientes no sufran hambre ni ninguno de los estados perjudiciales soportados por sus padres. Véase al respecto los efectos de la hambruna holandesa de 1944 y este artículo en alemán.
Un buen asistente social sabe que la drogodependencia, la depresión y la predisposición a la violencia forman un desgraciado círculo vicioso que se extiende en los grandes guetos de este mundo y que mantiene encerrada en su interior a una generación tras otra.
¿Qué tienen que ver estos descubrimientos con la búsqueda del sentido de la vida?
Y si influimos en la herencia genética de estas personas, podríamos modificar asimismo la herencia de sus hijos y nietos.
Nada nos muestra de un modo más evidente lo estrechamente vinculados que estamos los unos a los otros en la red de la vida, y lo mucho que podemos aportar, que el hecho de contribuir para lograr que esa red sea más humana. Cuando comenzamos a vivir, lo que nos convierte en humanos son precisamente las interacciones sociales con nuestro entorno.
Para toda persona juiciosa, este conocimiento biológico es una invitación para que aprendamos a preocuparnos por nosotros mismos y para que nos esforcemos por el bienestar de las personas de nuestro entorno. Se trata de un reto que constituye una parte importante de mi propio sentido de la vida.
Nuestro cerebro posee unos 100'000 millones de neuronas y cada una de ellas se conecta con centenares, e incluso millares, de neuronas diferentes. Esto permite infinitas combinaciones que se forman en su mayoría durante nuestro proceso de maduración antes de alcanzar la edad adulta.
El número de combinaciones sobrepasa ampliamente la cifra total de todos los seres humanos que han existido desde los orígenes. Por eso podemos decir que cada persona es única, tanto en su modo de pensar como de sentir.
Esta individualidad también se aplica en los casos de gemelos monocigóticos, que esencialmente poseen los mismos genes. La unicidad de cada ser humano es lo que más se asemeja a lo que denominamos el alma, que también comprende la conciencia y la autoestima.
La complejidad de nuestro cuerpo nos convierte en seres efímeros. El cuerpo consume grandes cantidades de energía para mantener correctamente el orden de su estructura. Sin embargo, siempre acaba venciendo la ley física que establece que el mundo se dirige irremediablemente al caos.
Véase en este sentido la biología del desarrollo. La consecuencia es el envejecimiento y el desarrollo de enfermedades a medida que nos hacemos mayores, sobre todo del cáncer. A todo esto debemos añadir que los elementos constitutivos de nuestro cuerpo no están óptimamente concebidos para la actual atmósfera terrestre. La vida surgió al fin y al cabo en una época en la que la atmósfera no contenía oxígeno y por eso los primeros seres vivos utilizaron sin riesgo alguno unos compuestos que sí son sensibles a dicho gas.
Cuando más tarde algunos de estos seres comenzaron a nutrirse a través de la luz solar, liberaron como subproducto el oxígeno del agua de los océanos. El oxígeno es un gas altamente corrosivo que daña muchos de los compuestos de nuestro cuerpo mediante la oxidación. Este proceso afecta fundamentalmente a la retina de los ojos y al cerebro, lo que explica por qué estos tejidos de nuestro cuerpo se ven muy afectados en la vejez.
Desconocemos cuántos años puede vivir un ser humano, pero presumimos que el límite máximo de la esperanza de vida es de unos 120 años. ¿Podría ser el sentido de nuestra vida alargar mediante todos los medios a nuestro alcance el umbral máximo de la esperanza de vida? En Suiza, al igual que en otros países, existen asociaciones con dicho fin y que sostienen además que ya ha nacido la persona que vivirá varios centenares de años.
No puedo entender que este afán tenga sentido, sólo vislumbro su sinsentido.
Toda persona que busque el sentido de su vida debe asumir que el origen del universo representa un gran interrogante que se escapa de las posibilidades de los estudios científicos. Quien entienda el universo como una creación de Dios ya ha dado su propia respuesta a dicho problema. Como he mencionado anteriormente, estas creencias merecen todo mi respeto.
Cómo biólogo, soy consciente de que no podemos ni imaginar las principales preguntas sobre nosotros y sobre el mundo.
E incluso si fuésemos capaces de responder a este interrogante, la ciencia nos enseña que cada respuesta sólo conduce a una nueva pregunta. Las ciencias de la naturaleza nos enseñan humildad. Y la humildad es necesaria para conceder un sentido digno a nuestra propia vida.
Quien vea tras este interrogante un creador divino ya tiene su respuesta personal. Para mi es suficiente la interrogación. Con toda probabilidad tampoco sería capaz de comprender la respuesta y, si la entendiese, la ciencia me ha enseñado que tras una pregunta que se responde siempre surge una nueva cuestión. La ciencia promueve la humildad. Y esto también forma parte de mi propio sentido de la vida.
Nuestro puesto privilegiado como materia altamente ordenada en un universo en su mayor parte primitivo, la unicidad de cada ser humano, así como el hecho de que no somos esclavos de nuestros genes, sino que podemos influir parcialmente en ellos, conforman unas bases útiles para determinar nuestra propia búsqueda de sentido vital.
La ciencia se ocupa fundamentalmente de lo desconocido o, dicho de otra manera, de los sueños. Nada lo confirma mejor que las siguientes palabras pronunciadas por el astrónomo y pensador ruso George Gamow con las que describe el lugar privilegiado que ocupa el ser humano en el universo.
El 20 de diciembre de 2014 se publicó este artículo en su versión reducida en el periódico Neue Zürcher Zeitung (NZZ; enlace en inglés) (nº 296, página 57) en la sección "Literatura y arte", bajo el título "Big Bang, polvo de estrellas e interrogantes" (en el original en alemán: “Urknall, Sternenasche und ein Fragezeichen”).
La editorial Wiley-VCH Verlag ha editado los siguientes libros de Gottfried Schatz:
El doctor Gottfried Schatz, nacido en el año 1936, es bioquímico y profesor emérito de la Universidad de Basilea.
En la Wikipedia en alemán podemos leer lo siguiente: Gottfried Schatz participó a la cabeza de los estudios de investigación sobre la formación de mitocondrias y es codescubridor del genoma mitocondrial. Su descubrimiento demostró que este ADN sólo codifica unas pocas proteínas y fue fundamental para sus posteriores investigaciones sobre el transporte de proteínas a las mitocondrias y la degradación de estas en su interior.
Schatz descubrió un sistema de transporte complejo que reconoce las proteínas mitocondriales producidas en el citoplasma mediante determinadas señales y las introduce en las mitocondrias. Este sistema contiene dos complejos proteínicos, TOM y TIM, que se localizan respectivamente en la membrana externa e interna de la mitocondria. Las mutaciones en estos complejos pueden perjudicar el transporte de proteínas y originar enfermedades como el síndrome neurodegenerativo de Mohr-Tranebjaerg, que conduce a la sordera.
Schatz demostró además que la proteasa Lon controla el volumen de proteínas en las mitocondrias y mantiene el correcto funcionamiento del genoma mitocondrial. El bioquímico Schatz es autor de más de 200 publicaciones científicas, 3 volúmenes de ensayos, una autobiografía y una novela
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En la Wikipedia se mencionan unas 30 distinciones importantes, entre ellas dos doctorados honoris causa, concedidas a Gottfried Schatz (enlace en inglés).
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